El sendero de la
conciencia es muy fácil de identificar cuando se observa el desarrollo normal
de un niño recién nacido. Aunque nuestros cuerpos emocional, mental y físico
son ya evidentes y se desarrollan simultáneamente junto con cada uno de los
demás desde el momento del nacimiento, existe un sendero específico que utiliza
nuestra conciencia individual para moverse conscientemente dentro de ellos. En
primer lugar, el niño llora (emocional); luego, aprende a hablar (mental), y
sólo entonces aprende a caminar (físico). Así pues, el sendero de la conciencia
va:
De
lo emocional a lo mental, y de lo mental a lo físico.
Cuando salimos del
vientre de nuestra madre, somos básicamente seres emocionales. Lo único que
somos capaces de hacer es emocionarnos. No disponemos de un lenguaje verbal ni
de sus conceptos asociados para identificar nuestras experiencias ni para
comunicarnos efectivamente con ellas. Ni disponemos de las habilidades motrices
para participar físicamente en nada.
Nuestra experiencia del mundo es simplemente
la de la energía en movimiento, en moción, o emoción. Y permanecemos en este
estado puramente emocional hasta que reconocemos algo.
Así pues, nuestra
conciencia comienza en la esfera emocional. La entrada en el siguiente estadio
del sendero de la conciencia, es decir, en la esfera mental, tiene lugar cuando
aprendemos a utilizar deliberadamente nuestras emociones para conseguir un
resultado concreto. Cuando sucede esto, las emociones dejan de ser un reflejo
reactivo ante nuestras circunstancias, para convertirse en un medio de
respuesta y, de ahí, dirigir el resultado de nuestras experiencias. Es decir,
en el momento utilizamos deliberadamente el llanto o la sonrisa como un
instrumento de comunicación para manipular conscientemente nuestra experiencia
vital, dejamos de ser puramente emotivos, es decir, estamos participando
también mentalmente en nuestra experiencia.
La entrada en la esfera mental se concreta
cuando aprendemos la primera palabra. Nuestra primera palabra es el acto de
ponerle nombre a algo, y es normal que le pongamos nombre a aquello que
reconocemos, simplemente porque lo reconocemos. El ser capaces de nombrar
aquellos aspectos de nuestra experiencia que reconocemos demuestra que se ha
abierto la puerta a la siguiente fase del sendero de la conciencia: la esfera
física.
El ser capaces de
reconocer y de nombrar los aspectos de nuestra experiencia se debe a que estos
aspectos específicos ya no se nos muestran como energía en movimiento. En el
momento le ponemos nombre a algo, es porque vemos no tanto su aspecto de
energía en movimiento como su aspecto de materia sólida. Le ponemos nombre a
algo porque nos «importa». El reconocimiento, y el posterior acto de nombrar
algo, es la consecuencia de reconocer que lo que una vez fue energía en
movimiento se ha transformado milagrosamente en lo que parece ser materia
sólida, densa y estacionaria.
Una parte de ese
proceso de entrada en esta experiencia del mundo se debe a que, de algún modo,
nos hemos hecho adictos a «hacer todo materia». Esta adicción es la que nos
permite entrar perceptivamente y tener una experiencia física aparentemente
sólida de un paradigma que es en realidad luz y sonido, o lo que es lo mismo,
ondas de energía luminosa, vibratoria, en movimiento.
Para entrar en la experiencia física, tenemos
que crear literalmente el efecto ilusorio de «detener el mundo». Como niños, y
una vez nuestra percepción ha detenido literalmente el mundo y ha comenzado a
nombrarlo, gateamos curiosamente hacia aquello que hemos nombrado para tener un
encuentro personal con ello. Este movimiento hacia fuera de nuestra atención y
nuestra intención, que viene disparado por la curiosidad, es lo que nos saca de
la pura experiencia emocional y mental hasta el tercer estadio del sendero de
la conciencia: la esfera física.
Necesitamos la
curiosidad para hacer literalmente el esfuerzo de dar nuestros primeros pasos
en un mundo que nos interesa (un mundo material). Y el proceder externo del
mundo reconoce inconscientemente ese sendero de la conciencia, que nos lleva de
lo emocional a lo mental y de lo mental a lo físico para entrar en la
experiencia de este mundo.
El reconocer el modo en que el mundo lo
reconoce revela lo que denominamos como el ciclo de siete años.
EL CICLO DE SIETE
AÑOS
La experiencia puramente
emocional, que comienza para nosotros en el mismo momento en que abandonamos el
útero materno, disminuye, y en muchos casos cesa su desarrollo, cuando
alcanzamos la edad de siete años. A los siete años, termina oficialmente la
infancia. A partir de entonces, pasamos a ser «muchachitos» y «muchachitas».
Ésa es la razón por la cual comenzamos la escolarización a esta edad, porque
este momento de nuestra vida marca el punto en el cual dejamos de desarrollar
el cuerpo emocional, dejamos la infancia, para centrarnos más en el desarrollo
del cuerpo mental.
Desde los siete años hasta los catorce,
aprendemos a desarrollar y a dominar mentalmente los fundamentos de nuestras
habilidades en la trinidad de la comunicación: hablar, leer y escribir. También
aprendemos a comportarnos del modo que se estima aceptable y adecuado para la
sociedad en la cual hemos nacido. Estos siete años de intensa concentración en
los fundamentos de nuestras habilidades mentales se reenfocan de nuevo en lo
que llamamos la pubertad.
A partir de los
catorce años más o menos, nuestro desarrollo mental comienza a centrarse en lo
que los demás consideran que tenemos que saber para que asumamos un papel
físico significativo en la sociedad.
Este ajuste de enfoque viene marcado por
un incremento en la conciencia física que tenemos del entorno y de la relación
que mantenemos con él. Los cambios hormonales que tienen lugar en el organismo
en torno a los catorce años de edad marcan la salida del ciclo de aclimatación
y socialización mental de siete años y la entrada en nuestro tercer ciclo de
siete años.
Este tercer ciclo intensifica el desarrollo de nuestra relación con
el mundo físico externo y, a partir de entonces, se nos declara «adolescentes».
Durante este tercer ciclo de siete años, nos hacemos conscientes de nuestro
cuerpo físico y de nuestro lugar físico en el mundo, y también durante este
período nos sentimos atraídos o repelidos por otros seres humanos. Es aquí
donde elegimos un grupo, y también es durante este ciclo cuando se pone el énfasis
en averiguar cómo vamos a asumir nuestro papel de seres humanos físicamente
capaces y responsables.
La clausura de este
tercer ciclo de siete años se suele reconocer con la celebración de nuestro
vigésimo primer cumpleaños y con la declaración de habernos convertido en
adultos jóvenes.
El primer ciclo de
siete años de nuestra infancia, el ciclo emocional, es el punto causal de todas
nuestras experiencias desagradables del presente.
Todas las semillas
emocionales que se plantaron entonces y que no se integraron conscientemente en
nuestra experiencia han hecho brotar los sistemas mentales de creencias
negativos que, a su vez, se han manifestado en las condiciones o circunstancias
físicas desequilibradas que experimentamos justo ahora.
Emocionalmente, no nos
ocurre nada nuevo a la mayoría de las personas desde que salimos de nuestro
primer ciclo de siete años. Veremos que, aunque pueda parecemos que pasamos
constantemente por circunstancias y experiencias físicas novedosas, nada cambia
realmente en el nivel emocional.
Emocionalmente, estamos repitiendo cada siete
años el mismo ciclo que quedó impreso en nuestro cuerpo emocional durante los
primeros siete años de nuestra experiencia vital. Y cuando aprendemos a
identificar la corriente emocional subterránea que impregna todas nuestras
experiencias mentales y físicas, vemos con claridad que sólo parece que estemos
creciendo y que estemos teniendo experiencias variadas y diferentes.
Para cuando llegamos
a los catorce años de edad, nuestra atención y nuestra intención se traspasan
literalmente a las circunstancias físicas de nuestra vida.
Como adultos, sólo vemos la superficie, la
parte sólida de las cosas. Y debido a que el mundo físico, por su propia
naturaleza, parece estar cambiando en todo momento y da la impresión de
renovarse a cada momento, se genera la ilusión del_cambio constante. Pero se
trata de una estratagema del mundo físico. Es la gran ilusión, el gran
espejismo. En Oriente, llaman a esto maya.
El niño que hay
dentro de nosotros tuvo que morir para poder hacerse aceptable como adulto. Y
ahora nos toca a nosotros atravesar los barrotes de la prisión perceptiva de
adultos que nos hemos creado para liberar a nuestro yo infantil de la prisión
de las ilusiones.
Si obtenemos la experiencia necesaria para
rescatar nuestra inocencia, podremos entrar en un paradigma totalmente nuevo,
un paradigma en el cual la inocencia y la experiencia vienen a descansar sobre
los platillos de la balanza de la sabiduría. Sólo si llevamos a cabo un viaje
consciente que nos introduzca en la dinámica de nuestras corrientes emocionales
subterráneas podremos comprender por qué decimos una y otra vez, u oímos a
otros decir:
«No sé por qué esto
siempre me pasa a mí»
O bien:
«¿Por qué se repite
esto una y otra vez?»
Es el contenido
emocional no integrado de nuestra experiencia vital el que se repite
constantemente y nos lleva a manifestar un desequilibrio mental y físico.
Una vez nos
percatamos de que estamos recreando inconscientemente las resonancias
emocionales de nuestra infancia, hemos dado el primer paso para despertar de
este sueño. Entonces, nos daremos cuenta de que es inútil entrometerse con las
circunstancias físicas de nuestra vida exterior para conseguir un cambio real
en la calidad de nuestras experiencias.
Las circunstancias
físicas desagradables que hay en nuestra vida justo en este momento son la
manifestación física de los fantasmas emocionales del pasado. Podemos
perseguirlos hasta la extenuación, pero sabemos ya que todas esas acciones,
todos esos movimientos y conmociones, todos esos dramas, no resuelven nada.
La razón principal de
por qué las experiencias emocionales de los primeros siete años de la vida
siguen sin ser digeridas es porque este mundo en el que entramos no es
exclusivamente una experiencia emocional, dado que posee también potentes
componentes mentales y físicos. Para integrar plenamente nuestras experiencias
aquí, tenemos que ser capaces de abrazarlas emocional, mental y físicamente.
Durante el primer
ciclo de siete años disponemos de unas potentes capacidades emocionales, pero
nuestras capacidades mentales y físicas aún no se han desarrollado. Éste es el
motivo por el cual el mundo interviene y zanja nuestro intenso desarrollo
emocional en torno a los siete años de edad, porque, si no lo hace, no nos
concentraremos en el desarrollo de nuestras capacidades mentales y físicas que
nos permitan convertirnos en seres plenamente integrados.
En este punto del
discurso, convendrá llamar nuestra atención sobre la idea de que tenemos otro
ciclo basado en el siete que precede al ciclo emocional que comienza en el
momento del nacimiento. Se trata del ciclo vibratorio de siete meses. Este
ciclo comienza en el momento en que nuestra conciencia entra en la experiencia
uterina, más o menos dos meses después de la concepción.
El ciclo emocional de siete años, que comienza
cuando nacemos en este mundo, es una repetición del patrón vibratorio impreso
en nosotros durante estos siete meses en el útero.
Es necesario limpiar
el cuerpo emocional para recuperar el equilibrio en la calidad de nuestra
experiencia vital.
La razón principal
por la que no vivenciamos en este momento la alegría, la abundancia y la salud
sin esfuerzo en nuestra experiencia vital estriba en la carga emocional
negativa que albergamos. Esta carga emocional negativa es una obstrucción en
nuestro cuerpo emocional, una obstrucción que genera resistencia. Y, debido a
que no sabemos cómo tratar con ella, nos resistimos a ella reprimiéndola de
nuestra conciencia. Toda esta resistencia se va acumulando y va generando
tensión, y esta tensión nos causa malestar. Para enfrentarnos a ese malestar,
hemos intentado ser felices, aparentar que estamos bien y hacer dinero
suficiente, intentando sentirnos bien con nuestra experiencia vital.
En tanto esta carga
emocional negativa domine inconscientemente nuestros pensamientos, nuestras
palabras y nuestras acciones, la vida nos seguirá pareciendo un esfuerzo
constante por satisfacer la interminable erupción de necesidades que emergen
desde nuestro interior.
Bajo estas circunstancias,
no es posible que haya una alegría, una abundancia y una salud reales. A
diferencia de esa interminable búsqueda de la felicidad, de dinero y de un
aspecto perfecto, la alegría, la abundancia y la salud verdaderas no son un
medio para alcanzar un fin. De ahí que sólo se experimenten cuando estamos
verdaderamente en paz con el instante en el que nos encontramos.
La alegría, la abundancia y la salud son
subproductos de la conciencia del instante presente y, al igual que nuestra
presencia interior, están ya dentro de todos y cada uno de nosotros. Es nuestra
atención la que se halla en cualquier otra parte.
Vivimos en una
sociedad de gratificaciones instantáneas y, por otra parte, llevamos demasiado
tiempo sufriendo ese malestar emocional y, hasta cierto punto, todos vivimos en
una silenciosa desesperación. Afortunadamente, como bien nos ha enseñado
nuestro pasado, no ha habido soluciones fáciles ni rápidas para nuestras
circunstancias actuales que hayan tenido un impacto real y duradero en la calidad
de nuestra experiencia vital. Hay multitud de rutas de escape, pero no hay paz
en ninguna de ellas. Ésta es la fría y dura realidad del cuerpo emocional: que
no hay manera de sortearlo.
La única
salida pasa por atravesarlo.
Sólo mirando
profundamente en tu interior puedes profundizar en tu relación contigo mismo.
Debido a que hemos
convertido la supresión de recuerdos no deseados en una sutil forma de arte,
los recuerdos inconscientes, durante un proceso terapéutico, se manifiestan a través de nuestras circunstancias externas o
en la manera de comportarse de la gente que nos rodea, experimentando el pasado
que no hemos resuelto, el inconsciente proyecta lo no resuelto, para que pueda
verlo en el exterior.
Aunque creamos que
tuvimos una buena infancia, el hecho de haber nacido en un mundo condicional
implica que todos hayamos tenido experiencias físicas, mentales o emocionales
desagradables. Nuestra auténtica esencia estriba en que somos seres
incondicionales y, por tanto, el paso por cualquier experiencia condicional
resulta traumático en algún nivel.
Durante los siete
primeros años de nuestra vida, todas y cada una de las experiencias
desagradables que tuvimos a raíz de nuestra entrada en este mundo condicional
quedaron impresas en nuestro cuerpo emocional y afectan a su estado.
Así pues, en nuestro
cuerpo emocional es donde se guarda el registro de aquellos acontecimientos.
Cuando, durante nuestro crecimiento, llega el momento en que estamos preparados
para superar las limitaciones que esas experiencias de la infancia puedan estar
imponiendo aún en nuestras percepciones actuales, iniciamos un profundo viaje
al interior de nuestro cuerpo emocional.
Cuando cambiamos una
parte de cualquier aspecto de nuestra experiencia, cambiamos simultáneamente el
estado del conjunto total.